Colaboración en el núm. 17 de la revista literaria FATUM. El andar de las letras.
La Cena
Gregoria no tenía más que su joven corazón lleno de vida y ganas de
amar, así que decidió ofrecerlo para La Cena. Lo puso a descongelar, le quitó
todos los miedos, lo limpió de viejas heridas, rencores, pellejos, celos, grasa
y malos sentimientos. Le deshuesó el dolor, lo puso a hervir dos veces en agua
de mar como se hace con el pulpo o con el bacalao, para que no supiera a
"amores pasados". Lo marinó, lo aderezó,
lo metió al horno para que emanara calor y fuera un lugar acogedor. Lo sirvió
con una guarnición y una ensalada: un coño bien húmedo, unos senos pequeños,
dos nalgas grandes como papas y dos piernas delgadas como espárragos, bien
torneadas. Puso la mesa, las velas y los manteles largos. Llegó el invitado. Se
sentó. Destapó una botella de vino cosecha 2008, una rara mezcla de dos uvas de
la alta y la baja California:
seducción femenina y feromonas. Bebió la botella entera. Le trajo el platillo;
sin preámbulo fue directo a la guarnición y a la ensalada, se la comió toda y
repitió 1, 2, 3, 4 veces. El corazón que se le ofrecía ni lo tocó, tal vez el
invitado era vegetariano. Terminó la velada. Los amantes se despidieron sin la
promesa de volverse a ver. Con un profundo hoyo en el pecho y un hueco en el
estómago, Gregoria guardó nuevamente la cena en la nevera, no fuera siendo que
la indiferencia echare a perder su corazón. Mientras tarareaba amores incompletos de Los Tres, dos
lágrimas rodaron por sus mejillas, las tomó suavemente con las yemas de sus
dedos y las guardó en un salero, una era para cocinar la próxima cena, la otra
era para la sal de sus historias.
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